No todo el archipiélago filipino llegó a estar dominado de facto por España, ni aun en 1898, aunque fuera nominal y legalmente posesión española. Entre los territorios que se resistieron con más valor y más obstinadamente a la jurisdicción española se encuentra lo que hoy ha pasado a denominarse Región Administrativa de Cordillera, una extensa área abrupta y montañosa que ocupa todo el centro y norte de Luzón habitado, aún hoy, por un gran número de pueblos indígenas, llamados exónimamente Igorrotes (habitantes de las montañas).
Tres razones pueden aducirse para el fracaso español:
a) La falta de efectivos para materializar la dominación.
b) La extraordinaria dificultad orográfica del territorio.
c) La capacidad de resistencia y la tenacidad de los Igorrotes.
La región albergaba entonces las únicas minas de oro conocidas del archipiélago, motivación más que suficiente para impulsar la intervención militar y religiosa -denominadas, eufemísticamente, pacificación y reducción-, sobre todo teniendo en cuenta que el dominio de Filipinas a España le era deficitaria y subsistía económicamente gracias a esa subvención periódica que llegaba de Nueva España a través del galeón de Manila: el "situado".
Tres razones pueden aducirse para el fracaso español:
a) La falta de efectivos para materializar la dominación.
b) La extraordinaria dificultad orográfica del territorio.
c) La capacidad de resistencia y la tenacidad de los Igorrotes.
La región albergaba entonces las únicas minas de oro conocidas del archipiélago, motivación más que suficiente para impulsar la intervención militar y religiosa -denominadas, eufemísticamente, pacificación y reducción-, sobre todo teniendo en cuenta que el dominio de Filipinas a España le era deficitaria y subsistía económicamente gracias a esa subvención periódica que llegaba de Nueva España a través del galeón de Manila: el "situado".
Entre los grupos que causaron más estragos entre las poblaciones cristianas colindantes se encontraban los mayoyaos, que practicaban la costumbre de decapitar al enemigo muerto y llevarse la cabeza al poblado como un trofeo.
El dominico Francisco Gaínza, misionero en Isabela, en su Memoria de Nueva Vizcaya (Manila, 1849), los describe así:
"Se levantaban repentinamente de la maleza al mismo tiempo que disparaban una multitud de lanzas, los caballos retroceden a la presencia de sus extraños visajes y espantosos alaridos, y como todo esto pasa en un momento, derriban algunos heridos y por más serenidad que manifestasen los restantes era tal la prontitud, que no bien caían del caballo cuando se hallaban sin cabeza."
Los dominicos intentaron infructuosamente desde el 1740 y, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, evangelizar a los indómitos mayoyaos. Valientes y denodados misioneros como Remigio Rodríguez del Álamo, Ruperto Alarcón, Tomás Vilanova o Buenaventura Campa nos han legado numerosos escritos de alto valor etnohistórico que nos informan acerca de la forma de vida y las costumbres de los mayoyaos durante aquel periodo. No fueron pocos los misioneros, los soldados españoles y los filipinos cristianizados cuyas cabezas acabaron como trofeos en las chozas de estos aguerridos luchadores. Una relación de sus peripecias y desventuras puede leerse en un libro que conjuga equilibradamente amenidad y erudición: The discovery of the igorots (1974), de W. H. Scott.
El dominico Francisco Gaínza, misionero en Isabela, en su Memoria de Nueva Vizcaya (Manila, 1849), los describe así:
"Se levantaban repentinamente de la maleza al mismo tiempo que disparaban una multitud de lanzas, los caballos retroceden a la presencia de sus extraños visajes y espantosos alaridos, y como todo esto pasa en un momento, derriban algunos heridos y por más serenidad que manifestasen los restantes era tal la prontitud, que no bien caían del caballo cuando se hallaban sin cabeza."
Los dominicos intentaron infructuosamente desde el 1740 y, sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XIX, evangelizar a los indómitos mayoyaos. Valientes y denodados misioneros como Remigio Rodríguez del Álamo, Ruperto Alarcón, Tomás Vilanova o Buenaventura Campa nos han legado numerosos escritos de alto valor etnohistórico que nos informan acerca de la forma de vida y las costumbres de los mayoyaos durante aquel periodo. No fueron pocos los misioneros, los soldados españoles y los filipinos cristianizados cuyas cabezas acabaron como trofeos en las chozas de estos aguerridos luchadores. Una relación de sus peripecias y desventuras puede leerse en un libro que conjuga equilibradamente amenidad y erudición: The discovery of the igorots (1974), de W. H. Scott.
Mayoyao, dividida a su vez en varios distritos, forma parte hoy de la provincia de Ifugao y sus terrazas de arroz son patrimonio de la humanidad por la UNESCO. Los lugareños, lejos de la impiedad de sus ancestros, son hospitalarios, muy tranquilos y serviciales, y aún no han sido corrompidos por la codicia que acompaña la llegada del turismo masivo. A Mayoyayo, a pesar de las belleza del lugar y de los innumerables atractivos (cascadas, ríos, recovecos inesperados, un abandonado "Spanish trail", una piedra mágica, monumentos funerarios indígenas y unos habitantes muy orgullosos de su cultura y prestos a ayudar e informar al foráneo), no acuden apenas turistas, que optan por -o son inducidos a- quedarse en la ruta más frecuentada de Banaue, Batad y Sagada. Los alojamientos son muy básicos y para comer hay que acercarse a alguna de las carenderías que están enfrente del Municipal Market. Lo que me ocurrió durante los dos días y medio que permanecí allí lo contaré en otra parte. Sólo puedo decir una cosa: prometo volver y volverme a perder entre sus extraordinarias terrazas de arroz.