Lo admito: las aceras me vuelven loco. Me desvivo por ellas. Lo primero que pregunto al llegar a una nueva ciudad es, ¿qué tal las aceras? Me fijo en sus baches, en su estilo y en su limpieza; estudio su antigüedad, analizo si queda bien con el resto de edificios y estimo si su funcionalidad es óptima. Mis amigos no me soportan, mi madre no me entiende y mi pareja, merced a su paciencia, se ha ganado ya el séptimo cielo: no paro de hablar de las aceras.
Desdichada la ciudad que no tiene aceras: en las aceras la gente se conoce, la gente se evita, y en las aceras han ocurrido los sucesos más determinantes en mi vida. En las aceras se pasea, se corre y se reflexiona; la gente escucha, dialoga, se desmaya y muere en las aceras; es el espacio ideal para bailar un swing, jugar a las chapas e imaginar un mundo mejor; en las aceras se come, se curiosea chismosamente y se divaga acerca del vuelo de las golondrinas. Nada me emociona más intensamente que una y generosa y ancha acera salpicada de arbolitos, bancos y coquetas farolas con papeleras, donde nuestros ancianos pueden deleitarse tranquilamente sin el estropicio de los hoyos malvados.
Las aceras, como los panes de un bocadillo o como las ruedas de una motocicleta, deben ir de dos en dos: una calle con una sola acera es una calle coja, alicaída, desesperanzadora, que ha tomado vulgarmente partido por una ideología cualquiera. Eso sí: sólo una cosa en el mundo puede mejorar a una calle con aceras: una calle peatonal, la apoteosis de lo humano, la reconquista del bípedo frente a la máquina reductora.
Yo amo las aceras, agentes de la civilización frente a la jungla de gramíneas y hierbajos que amenaza con invadirlas, y si tuviera suficiente dinero en mi cartera, juro que lo primero que haría sería invertir en una fábrica de losas para acerar. Hay aceras bastas y ásperas, de cemento; las hay lisas, más delicadas, pero que se inundan en las sinuosidades; las hay romboidales, las hay prismáticas y octogonales y otras imitan facilonamente al tablero de ajedrez; algunas resbalan y otras se agarran a la suela del zapato con tenacidad: así de variadas son las personalidades de las aceras. Pero yo me dedicaría a fabricar aceras de colores: a Łódz la llenaría de cuadraditos púrpura, al Barrio de Santa Cruz lo inundaría de baldosas marrón claro, para Huelva fabricaría losas con poemas lacrimosos incrustados, a Barcelona la reharía con las baldosas amarillas del Mago de Oz y a Manila la embadurnaría con un manual de civismo y urbanidad en forma de mosaico puntillista.
Yo mido el nivel de civilización de un pueblo por la calidad y la cantidad de las aceras con que urbanizan su suelo. En España, sin ir más lejos, el natural barbarismo de sus habitantes se disimula por la calidad de sus aceras: han quedado cientos de pelotazos inmobiliarios sin construir, pero quedaron, como vestigios de una Pompeya ucrónica, sus ubicuas y encantadoras aceras. ¡Benditos por siempre los romanos, que nos trajeron las calzadas!
Desgraciado el pueblo, la ciudad o la nación que no dispone de aceras. Una ciudad sin aceras es un lugar triste y desolado, tétrico y salvaje. Una ciudad sin aceras es un lugar donde la gente no quiere caminar y un lugar donde la gente no quiere caminar está condenado ad aeternum a permanecer en un primitivo e incivilizado punto muerto: un pueblo sin aceras es, en definitiva, creo que ya lo he dicho, un pueblo sin porvenir.
Desdichada la ciudad que no tiene aceras: en las aceras la gente se conoce, la gente se evita, y en las aceras han ocurrido los sucesos más determinantes en mi vida. En las aceras se pasea, se corre y se reflexiona; la gente escucha, dialoga, se desmaya y muere en las aceras; es el espacio ideal para bailar un swing, jugar a las chapas e imaginar un mundo mejor; en las aceras se come, se curiosea chismosamente y se divaga acerca del vuelo de las golondrinas. Nada me emociona más intensamente que una y generosa y ancha acera salpicada de arbolitos, bancos y coquetas farolas con papeleras, donde nuestros ancianos pueden deleitarse tranquilamente sin el estropicio de los hoyos malvados.
Las aceras, como los panes de un bocadillo o como las ruedas de una motocicleta, deben ir de dos en dos: una calle con una sola acera es una calle coja, alicaída, desesperanzadora, que ha tomado vulgarmente partido por una ideología cualquiera. Eso sí: sólo una cosa en el mundo puede mejorar a una calle con aceras: una calle peatonal, la apoteosis de lo humano, la reconquista del bípedo frente a la máquina reductora.
Yo amo las aceras, agentes de la civilización frente a la jungla de gramíneas y hierbajos que amenaza con invadirlas, y si tuviera suficiente dinero en mi cartera, juro que lo primero que haría sería invertir en una fábrica de losas para acerar. Hay aceras bastas y ásperas, de cemento; las hay lisas, más delicadas, pero que se inundan en las sinuosidades; las hay romboidales, las hay prismáticas y octogonales y otras imitan facilonamente al tablero de ajedrez; algunas resbalan y otras se agarran a la suela del zapato con tenacidad: así de variadas son las personalidades de las aceras. Pero yo me dedicaría a fabricar aceras de colores: a Łódz la llenaría de cuadraditos púrpura, al Barrio de Santa Cruz lo inundaría de baldosas marrón claro, para Huelva fabricaría losas con poemas lacrimosos incrustados, a Barcelona la reharía con las baldosas amarillas del Mago de Oz y a Manila la embadurnaría con un manual de civismo y urbanidad en forma de mosaico puntillista.
Yo mido el nivel de civilización de un pueblo por la calidad y la cantidad de las aceras con que urbanizan su suelo. En España, sin ir más lejos, el natural barbarismo de sus habitantes se disimula por la calidad de sus aceras: han quedado cientos de pelotazos inmobiliarios sin construir, pero quedaron, como vestigios de una Pompeya ucrónica, sus ubicuas y encantadoras aceras. ¡Benditos por siempre los romanos, que nos trajeron las calzadas!
Desgraciado el pueblo, la ciudad o la nación que no dispone de aceras. Una ciudad sin aceras es un lugar triste y desolado, tétrico y salvaje. Una ciudad sin aceras es un lugar donde la gente no quiere caminar y un lugar donde la gente no quiere caminar está condenado ad aeternum a permanecer en un primitivo e incivilizado punto muerto: un pueblo sin aceras es, en definitiva, creo que ya lo he dicho, un pueblo sin porvenir.