Continúo aquí un artículo anterior.
4. El declive del nivel educativo es algo en lo que cualquier profesor filipino en sus cincuenta estará de acuerdo. Filipinas, ante el problema de la superpoblación, especialmente en provincias, ha tenido que multiplicar aceleradamente el número de centros educativos, con lo que puede gloriarse de que dispone de los instrumentos mínimos para erradicar el analfabetismo. Sin embargo, algo en lo que no han reparado los cicerones del gobierno es que los analfabetos de hoy, tanto en Filipinas como fuera, son personas que saben leer (pero no entienden) y saben escribir (burradas con aberraciones ortográficas). Los profesores de la escuela pública dan cuarenta horas de clases a la semana a cambio de un sueldo misérrimo y, lógicamente, no tienen ni motivación ni tiempo ni dinero para formarse en nuevas metodologías y avances en su área de enseñanza. Las instalaciones son extremadamente básicas. El estilo de aprendizaje sigue siendo memorístico: no se estimula que el alumno pueda elaborar ideas propias, sino que debe obedecer a la autoridad magistral, persona cuya última formación tuvo lugar, en algunos casos, hace más de treinta años.
Una consecuencia es la proliferación de escuelas y universidades privadas que prometen ofrecer la educación que el sistema público no es capaz de barruntar, con lo que se crea una primera división de clase: los pobres -sobre todo en provincias- aprenden lo que pueden en la escuela pública y los que tienen dinero aprenden 'algo' en la privada: pocos licenciados saben localizar Francia o Masbate en el mapa.
Otra consecuencia es la producción masiva de ignorantes (recordemos que los ignorantes casi nunca saben que lo son) en busca de trabajo que son carne de 'balikbayan' a las primeras de cambio. Sin olvidar que estos ignorantes, resignados a un destino aciago en una sociedad donde el ascenso de clase es algo bastante complicado, asisten como cariacontecidos convidados de piedra al espectáculo de un país atracado a diario por gobernantes y oligarcas: la gloriosa resiliencia que tanto trompetean los periódicos locales como virtud moral tiene su base en la ignorancia, porque el que sabe, se indigna, protesta y reclama sus derechos como ciudadano. Si los filipinos fueran conscientes de las inmensas posibilidades de su país, si supieran que su mendicidad no es inevitable, se armarían de valor como lo hicieron los katipuneros. Pero no lo saben, para tranquilidad de aquellos que viven en la cúspide de la pirámide.
4. El declive del nivel educativo es algo en lo que cualquier profesor filipino en sus cincuenta estará de acuerdo. Filipinas, ante el problema de la superpoblación, especialmente en provincias, ha tenido que multiplicar aceleradamente el número de centros educativos, con lo que puede gloriarse de que dispone de los instrumentos mínimos para erradicar el analfabetismo. Sin embargo, algo en lo que no han reparado los cicerones del gobierno es que los analfabetos de hoy, tanto en Filipinas como fuera, son personas que saben leer (pero no entienden) y saben escribir (burradas con aberraciones ortográficas). Los profesores de la escuela pública dan cuarenta horas de clases a la semana a cambio de un sueldo misérrimo y, lógicamente, no tienen ni motivación ni tiempo ni dinero para formarse en nuevas metodologías y avances en su área de enseñanza. Las instalaciones son extremadamente básicas. El estilo de aprendizaje sigue siendo memorístico: no se estimula que el alumno pueda elaborar ideas propias, sino que debe obedecer a la autoridad magistral, persona cuya última formación tuvo lugar, en algunos casos, hace más de treinta años.
Una consecuencia es la proliferación de escuelas y universidades privadas que prometen ofrecer la educación que el sistema público no es capaz de barruntar, con lo que se crea una primera división de clase: los pobres -sobre todo en provincias- aprenden lo que pueden en la escuela pública y los que tienen dinero aprenden 'algo' en la privada: pocos licenciados saben localizar Francia o Masbate en el mapa.
Otra consecuencia es la producción masiva de ignorantes (recordemos que los ignorantes casi nunca saben que lo son) en busca de trabajo que son carne de 'balikbayan' a las primeras de cambio. Sin olvidar que estos ignorantes, resignados a un destino aciago en una sociedad donde el ascenso de clase es algo bastante complicado, asisten como cariacontecidos convidados de piedra al espectáculo de un país atracado a diario por gobernantes y oligarcas: la gloriosa resiliencia que tanto trompetean los periódicos locales como virtud moral tiene su base en la ignorancia, porque el que sabe, se indigna, protesta y reclama sus derechos como ciudadano. Si los filipinos fueran conscientes de las inmensas posibilidades de su país, si supieran que su mendicidad no es inevitable, se armarían de valor como lo hicieron los katipuneros. Pero no lo saben, para tranquilidad de aquellos que viven en la cúspide de la pirámide.
5. Carreteras: lo mejor que tiene la calle inundada de la foto es que no se ven los abundantes baches, grietas e impensados obstáculos: a saber, farolas, cristales, macetas, adoquines, etc. Recuerdo un peligroso cable de electricidad caído en el cruce de la calle Pedro Gil con la calle Adriático con un bonito cartel avisando "Work in Progress" que permaneció allí hasta que, tres semanas después, alguna alma caritativa y cívica decidió que había colgarlo de nuevo del poste. La gran cantidad de coches todoterreno que abundan en todo el archipiélago tiene su perfecta lógica: ante unas carreteras que harían las delicias de cualquier amante de los rallies, lo mejor que debe hacer un conductor filipino es comprarse un coche adaptado a las rebotantes circunstancias.
6. Uno no sabe si en Filipinas no hay aceras porque a los filipinos no les gusta caminar, o si no les gusta caminar porque en Filipinas no hay aceras. En Manila se pueden contar con los dedos de la mano los lugares donde uno puede caminar tranquilamente, sin obstáculos, sin vendedores ambulantes, sin escuchar el grito del carajote del pedicab, sin postes, alejado del perfume a progreso de los jeepneys y el aceite recalentado de los freidores de bananas rebozadas. No se congratule si encuentra una acerita bien pavimentada de más de tres metros de ancho: no tardará en aparecer un 'drive way' sesentero para darle un mordisco y proclamar que la calle no es para las personas, sino para los coches.
No le diga usted a un filipino -lo he intentado varias veces, conste- que debe caminar por más de veinte minutos: pondrá reparos, se pondrá nervioso, dirá '¡uf, qué calor!', buscará un taxi, un FX, un jeepney, un pedicab o, simplemente, no se moverá. No espere ver en Manila calles peatonales: no existen; es más, el mismo concepto de calle peatonal, una calle por donde no puedan pasar más que personas, les parecerá un absurdo carpetovetónico a no ser que haya vivido fuera del archipiélago.
Lo más triste es que las aceras, cuando las hay, no están adaptadas para personas con movilidad reducida ni para ancianos: a no ser que sean mendigos, no verá a ninguno por la calle. Las calles están hechas para pasar en ellas el menor tiempo posible siempre que se tenga una buena vista y unas buenas piernas para esquivar la siguiente pileta descubierta, el siguiente escalón de medio metro y el siguiente poste eléctrico. La acera es un agente civilizador, provee calidad de vida y embellece la ciudad, pero no cabe duda de que para las autoridades y las constructores un metro cuadrado público es un metro cuadrado desperdiciado.
Continuará.
No le diga usted a un filipino -lo he intentado varias veces, conste- que debe caminar por más de veinte minutos: pondrá reparos, se pondrá nervioso, dirá '¡uf, qué calor!', buscará un taxi, un FX, un jeepney, un pedicab o, simplemente, no se moverá. No espere ver en Manila calles peatonales: no existen; es más, el mismo concepto de calle peatonal, una calle por donde no puedan pasar más que personas, les parecerá un absurdo carpetovetónico a no ser que haya vivido fuera del archipiélago.
Lo más triste es que las aceras, cuando las hay, no están adaptadas para personas con movilidad reducida ni para ancianos: a no ser que sean mendigos, no verá a ninguno por la calle. Las calles están hechas para pasar en ellas el menor tiempo posible siempre que se tenga una buena vista y unas buenas piernas para esquivar la siguiente pileta descubierta, el siguiente escalón de medio metro y el siguiente poste eléctrico. La acera es un agente civilizador, provee calidad de vida y embellece la ciudad, pero no cabe duda de que para las autoridades y las constructores un metro cuadrado público es un metro cuadrado desperdiciado.
Continuará.